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miércoles, 25 de abril de 2012

La cámara lúcida: Nota sobre la fotografía [Reseña]


N. Niepce La mesa puesta, 1822 (la primera foto)
           Esta obra de Barthes, la cual he leído recientemente, me ha causado una grata sensación. La cámara lúcida es el relato de una búsqueda de la esencia de la Fotografía. Me resulta especialmente agradable la transparencia y la pasión con la que que escribe Barthes. Es un relato apasionante, pues lejos de reparar en aquello en lo que reparan los fotógrafos (técnica, perspectiva…), Barthes nos cuenta de qué manera las fotografías impactan en su cuerpo, nos narra en qué consisten las sensaciones agradables que recibe de ellas, o bien, cuales son los detalles que le violentan y le abren irremediablemente una herida. 


Wessing: El ejército patrullando por las calles, Nicaragua,1979
            Lo que primeramente le llama la atención a Barthes es que la fotografía, a diferencia del resto de imágenes, no es una representación: “en la Fotografía, una pipa es siempre una pipa, irreductiblemente”, dice aludiendo al célebre Ceci n'est pas une pipe de Magritte, y cuenta que cuando un día dio con una fotografía del hermano de Napoleón, se dijo con asombro: “veo los ojos que han visto al Emperador”. La fotografía es inseparable del lenguaje deíctico, refiere a algo que, inapelablemente, ha tenido lugar. La Fotografía muestra de una forma desgarradora, lo efímero de la existencia, su absoluta contingencia. La huella que deja la luz al pasar por la cámara oscura es la huella del instante a partir del cual ya nada será de nuevo lo que se muestra en papel fotográfico: “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

            Barthes asocia constantemente la Fotografía con la Muerte, la detención del tiempo, la existencia perecedera de todo cuanto aparece en ella. Ahora bien, cuanto menos estudiada es la pose y, en cambio, más marcada está por la contingencia, más nos atrapa pues es repetible en menor medida. Las fotografías demasiado oportunas, que se acomodan bien en la cultura que escenifican (gestos, vestidos, decorados, etc.) pueden ser agradables, pero normalmente pasan desapercibidas, no producen en nosotros ningún duelo, ni tampoco ningún deseo. Hay otro tipo de fotografías, en cambio, que sí tienen esa capacidad de conmovernos o turbarnos, cuando encontramos algo en ellas fuera de lugar, o cuando deseamos habitar en el espacio que delimitan o conocer a las personas que salen en ellas.

Mapplethorpe: Phil Glass y Bob Wilson

           Un fragmento del libro:
  
            Las antiguas sociedades se las arreglaban para que el recuerdo, sustituto de la vida, fuese eterno y que por lo menos la cosa que decía la Muerte fuese ella misma inmortal: era el Monumento. Pero haciendo de la fotografía, mortal, el testigo general y algo así como natural de “lo que ha sido”, la sociedad moderna renunció al Monumento. Paradoja: el mismo siglo ha inventado la Historia y la Fotografía. Pero la Historia es una memoria fabricada según recetas positivas, un puro discurso intelectual que anula el Tiempo mítico; y la fotografía es un testimonio seguro, pero fugaz; de suerte que todo prepara hoy a nuestra especie para esta impotencia: no poder ya, muy pronto, concebir, efectiva o simbólicamente, la duración: la era de la Fotografía es también la de las revoluciones, de las contestaciones, de los atentados, de las explosiones, en suma, de las impaciencias, de todo lo que se niega a la madurez. Roland Barthes, La cámara lúcida, Paidos: Barcelona, 1989.


Nota: las imágenes que he colgado aparecen en el libro de Barthes.


lunes, 9 de abril de 2012

Lars von Trier: el cine como experiencia

El cine de Lars von Trier nace como respuesta a una forma convencional de hacer cine que reside en una determinada concepción de la realidad. Cuando nos disponemos a elaborar un discurso, siempre estamos ya inmersos en una precomprensión del mundo y en unas verdades acordes a nuestra experiencia que repercuten en la forma de la narración. Lo que Trier rechaza es un tipo de cine que piensa la realidad como un todo homogeneo, susceptible de ser representado. Se rechaza un discurso que pretende imponer a las masas una lógica del sentido preconfigurada por un director de turno. Trier piensa que se debe liberar el cine de estos cánones preestablecidos e incuestionables para liberar la experiencia del espectador. Cuando se le pregunta si "cree en la representación verdadera" responde que no, que no cree en la verdad de la representación, sino en su autenticidad. Por este motivo, Trier apuesta por un tipo de cine no fijado dentro de un modelo de representación que debe transmitir un sentido determinado, un cine no insertado en patrones conceptuales que quieren explicar una verdad teleológica, sino un cine realista, que transmita una vivencia auténtica, un cine regido por la diferencia existencial y no por un sistema de imágenes alienantes que aturden a quien las ve.

            Walter Benjamin denunció que el cine, al consistir en un encadenamiento de imágenes, es portador de un sentido que el espectador no puede cuestionarse. Las imágenes pasan por la pantalla produciendo una sensación de causalidad y no contradicción, de tal manera que no permiten que el espectador las piense y las someta a juicio, a diferencia de como ocurre, por ejemplo, en el arte pictórico. El cine ya da el sentido prefabricado y prescinde totalmente del sujeto particular a quien va dirigido. Además, Benjamin también apunta que el cine, al ser un medio que para ser rentable debe distribuirse necesariamente a las masas, homogeiniza la experiencia dentro del marco de su determinada lógica del sentido, en detrimento del pensamiento crítico. Esta homogeinización en base a la repetición de unas técnicas de montaje (raccord de mirada, plano / contraplano, etc.) contribuyen a eso que Deleuze llamó "las estructuras de reconocimiento sensorio-motor", por medio de las cuales los espectadores se acostumbran tanto a una manera específica de montar las imágenes que cuando ven una película confeccionada mediante otras técnicas, no son capaces de elaborar la historia, cayendo en los tópicos de que la película es demasiado lenta o, simplemente, rara.

            Para poder realizar un cine liberado de estos lastres, la respuesta de von Trier es poner en cuestión el medio cinematógrafo. Mientras que otros directores sólo discuten sobre sus propias ideas, Trier se pregunta en qué debe consistir en general el medio cinematógrafo y no en la validez de unas u otras ideas a propósito de un discurso que ya está dado de antemano. Si el cine es un medio que debe consistir en la creación de una experiencia, hay que apostar por la transmisión de un sentido que pueda ser elaborado subjetivamente, se debe evitar imponer al espectador la idea que quiere transmitir el director y darle la primacía en la elaboración del sentido que se acerque más a su percepción personal.

            El cine es problemático en la medida en que pretende comunicar una verdad objetiva cuando lo que hace es crear una ilusión. El espectador imagina que piensa, pero lo que hace es recrear la realidad pasivamente, sustituyéndola (representa aquello que no está presente) . En cambio, en la comunicación de una verdad subjetiva, el sentido se produce en el mismo momento en que el receptor experimenta la vivencia, es por lo tanto, una comunicación más inmediata, más genuina. Mientras que la primera experiencia, al ser objetiva, radica en la asunción de un cierto "qué", de un cierto saber, la segunda consiste en un "cómo", en un hacer, luego exige necesariamente la elaboración del receptor. El saber siempre se impone desde fuera obligando a asumir lo que prescribe, obligando a someterse a su verdad, en cambio, la experiencia subjetiva, no opera verticalmente, sino que surge en la medida en que el individuo realiza esa actividad a la que llamamos pensar y no meramente representar o identificar.
Dogville


            Trier se da cuenta que para transmitir la comunicación de una experiencia subjetiva la importancia reside en la narración, por lo que deberá renovar los elementos estilísticos del lenguaje cinematógrafo. La idea consiste en la creación de una nueva concepción cinematográfica que pretende dar un giro en la percepción, como ya intentaron desarrollar después de la Segunda Guerra Mundial, directores como Jean-Luc Godard o Rosellini, pero radicalizando el movimiento revolucionario empezado por éstos. La forma de elaborar una narración cinematográfica que no resida en la repetición de las estructuras lógicas tan reiteradas en el cine clásico, deberá pasar por la reducción al máximo del montaje, evitar el encuadre y, en su lugar, llevar la cámara allí donde sucede la acción, evitar el plano / contraplano haciendo travelling o planos secuencia, hacer las escenas más reales rehuyendo los decorados, las situaciones artificiales, los filtros, la iluminación, y realizar el rodaje en espacios abiertos, naturales, con colores no saturados y con un aspecto semidocumental lo más cercano posible a la realidad inmediata del espectador.


Los idiotas
Pero la modificación en el estilo cinematográfico que von Trier lleva a cabo no radica sólo en la forma, sino también en el contenido. Trier realiza un juego en la manera en como nos narra los acontecimientos y el tipo de situaciones particulares que se dan en sus películas, de tal manera que hace emerger las emociones de los personajes, sus aspiraciones vitales, sus deseos, sus miedos, etc., sin en ningún caso explicitarlo por medio de una representación de las que nos tiene acostumbrados el cine convencional. Se produce un choque entre una forma de representación objetiva: la imagen, y una forma de representación subjetiva, a saber, la experiencia existencial singular, dando lugar a su verdadera esencia interior, particular, única, aquella que nace de los más recónditos y profundos sentimientos, a veces, incluso inconfesables (y por ello, irrepresentables), que nos constituyen en tanto que seres humanos.

              En sus películas, Trier muestra a individuos frente un mundo que los excede. Se muestra la lucha entre lo particular y lo general, una lucha en la que el individuo debe afirmarse, a pesar de que aquello frente a lo cual se afirma tiene una forma de presencia que siempre intenta incluirlo. Lo general entendido como una voluntad de dominio que arrasa con cualquier tipo de
Rompiendo las olas
particularidad, implicando toda diferencia dentro de un mismo proceso de identificación con lo absoluto. Y aunque a Trier no le gusten las etiquetas, si podemos afirmar que esta temática de las películas de Trier le llevan en la mayoría de los casos hacia el género trágico, aunque en mi opinión no al melodrama. Los protagonistas de las películas del director danés ponen en duda la moral burguesa para llevar a cabo una moral alternativa, pero, al hacerlo, tropiezan con aquella moral, pretendidamente humanista, que no les deja constituirse en su singularidad bajo el pretexto de la locura, la bajeza moral, incluso bajo el pretexto, en algunos casos, de que esas conductas son manifestaciones demoníacas.

            En las películas de von Trier vemos a individuos que se niegan a resignarse ante la moral establecida, individuos que llevan a cabo una suspensión de la ética para poder afirmarse como seres realmente únicos. Estos personajes se entregan a todo tipo de acciones y conductas que desde una perspectiva más o menos racional son totalmente inaceptables y, en todo caso, incomprensibles. Además, estos personajes no pueden comunicar sus motivaciones. Sus acciones simplemente no tienen explicación, no forman parte de nuestro logos, sino de una lógica alternativa, excluida de la lógica oficialmente válida.



            Las películas de Trier se nos presentan con tanta ambigüedad porque estamos acostumbrados a las representaciones de sentido único. Estamos acostumbrados a que todo esté ya hecho y acabado en el cine, a disposición para recrear una y otra vez los mismos simulacros. No nos damos cuenta de que en este tipo de cine debemos partir de que no hay ninguna verdad hipotética susceptible de ser desvelada por medio de una sucesión de acontecimientos, sino que cada uno de los acontecimientos se nos presentan desnudos y huérfanos a la espera de que nosotros les otorguemos un sentido. Se trata de una suerte de emancipación en la que poder construir las historias a nuestra medida y disfrutar de verdad de una buena sesión de cine.

Os recomiendo mucho Los idiotas y, para reirse, El jefe de todo esto.

lunes, 2 de abril de 2012

Wittgenstein: El estatuto de las certezas en el juego lingüístico del saber

            Wittgenstein fue uno de los filósofos más representativos del siglo XX gracias a su particular aportación al discurso post-metafísico. Su preocupación en el ámbito de la investigación estuvo siempre relacionada con el lenguaje y con el problema de cómo superar las limitaciones del método. Además, a este pensador, se le ha de entender inmerso en el cambio de paradigma que supone el giro pragmático, donde el lenguaje deja de ser un mero medio a través del cual expresar las teorías, para ponerse en el centro mismo de la investigación filosófica. Su discurso supone una ruptura rotunda; Wittgenstein quiere socavar definitivamente el discurso metafísico. Esta ruptura que en su caso se da en dos ocasiones: Tractatus e Investigaciones desmitifica aquella filosofía trascendental, que desde la Modernidad trata de dar cuenta de una totalidad de sentido, poniendo al ser humano en un lugar excéntrico a su propia existencia, enajenándolo del medio que le es propio e intentando situarlo en una especie de plano divino donde poder observar el mundo desde un pretendido ojo imparcial. La filosofía de Wittgenstein, podríamos entenderla tal vez como un giro anti-copernicano, en el sentido de que retira al individuo del trono divino desde el que contempla desinteresadamente la realidad y lo pone en el centro de sus observaciones, inmiscuido entre las demás cosas, interesado por lo que hay a su alrededor. 

            Ahora bien, habrá que ver en qué sentido lo hace. En su primera etapa, Wittgenstein, pretende encontrar la estructura lógica del lenguaje para traer la investigación filosófica a un medio realmente susceptible de ser constatado por el sujeto y alejado de las confusiones de un lenguaje metafísico que no remiten a nada que sea realmente decible en una situación fáctica. Quiere aniquilar las vaporosas proposiciones de la metafísica, apelando a que no tienen ningún sentido no apuntan a nada que esté en el mundo. Las proposiciones metafísicas son tan sólo el humo de una ilusión que va más allá de los límites de nuestra percepción y, por consiguiente, no se agarran a nada que tenga solidez. Wittgenstein piensa que, en oposición a las proposiciones metafísicas, tiene que haber proposiciones con sentido, que apunten efectivamente a la facticidad del mundo. De ser así, tiene que poderse encontrar la estructura lógico-lingüística del mundo, tarea que desarrollará extensamente en su Tratatus Logico-philosophicus. No obstante, al intentar encontrar la estructura lógica del lenguaje, Wittgenstein no advierte que en esa pretensión se halla la pretensión metafísica de descifrar la verdadera esencia del mundo, ahora traducida a términos de lenguaje. En esta primera época, Wittgenstein no se da cuenta de que al poner al lenguaje como principio lógico del mundo, lo está separando al mismo tiempo del mundo. En otras palabras: aquello que es la estructura explicativa de algo, se diferencia de ese algo que intenta explicar, está en un lugar ontológico distinto… precisamente en ese no-lugar que Wittgenstein quería eludir a través de sus proposiciones con sentido. Pero el problema es que no hay un sentido último de significación. Incluso la definición ostensiva puede ser susceptible de distinta interpretación. Esto es lo que advertirá el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas



            Si intentamos encontrar una lógica común, lo que hacemos es convertir el lenguaje en un objeto (que remite a una realidad en sí), pero Wittgenstein no quiere esto. Se trata de concebir el lenguaje como la única realidad que hay, entonces, no puede ser un objeto del pensamiento. El lenguaje, para dejar de ser metafísico, tiene que abandonar la estructura sujeto-objeto. El lenguaje no puede pertenecer al sujeto en tanto que objeto porque no es una cosa, es un empleo. El lenguaje se emplea en la interacción de dos o más sujetos y no en la acción unívoca de un sujeto hacia su objeto en el acto de nombrar. La realidad es algo así como una red lingüística arrojada entre los sujetos que la usan y por ese motivo nadie posee un acceso epistemológico privilegiado con respecto al lenguaje. En este giro lingüístico desaparecen los objetos, puesto que el lenguaje sólo tiene sentido cuando varios sujetos se comunican en un juego de lenguaje conforme a su forma de vida. Esta nueva concepción del lenguaje debe abandonar la pretensión abarcadora de una lógica común, porque reside en que el uso es algo que se produce de manera totalmente indiscernible del contexto en el que tiene sentido que se produzca. Un lenguaje lógico no tiene sentido porque no remite a ninguna situación particular, sino que intenta subsumir el hecho particular a una idea más general. Pero esa generalización, de hecho, no existe, es tan sólo una abstracción metafísica. Para poder describir el juego de lenguaje, Wittgenstein no puede hacerlo desde el lugar de un espectador, sino en el mismo terreno de juego. Para conocer las reglas incluso para advertir meramente que las hay es imprescindible ponerse a jugar. 

            Nadie da por sentado que haya reglas, es algo que se aprende para poder vivir. En la vida es indispensable la acción y la acción ha de estar canalizada por un sentido establecido en un juego de lenguaje. No hay nada que sea absoluto. Tanto las reglas, como los juegos son susceptibles de cambios, es más, en tanto que juegos, ya están cambiando constantemente; las “tiradas” nunca son las mismas. Pero por este motivo, hay algo que si debe tomarse como si fuera absoluto para que el juego pueda funcionar: las certezas. Las certezas son el fondo (o, quizá más bien el trasfondo) sobre el cual se establecen las reglas de juego. Actúan como absoluto para que en su seno se pueda dar la relatividad que constituye al juego. Si no hubiese algo seguro, si estuviésemos en una precariedad absoluta, entonces no se podría jugar. Para poder tirar los dados, necesito tener la seguridad de que van a caer sobre un suelo firme, necesito tener la seguridad de que no va a suceder algo radicalmente imprevisible. Las certezas son esa confianza conforme a la cual puedo calcular mis estrategias de juego conforme a unas reglas.

La noción de libertad en Foucault: lo normal como problema

          De entre todas las nociones que se pueden extraer de la obra de Foucault, la libertad podría ser una de las nociones que despiertan un mayor asombro en los lectores y, por esa condición, se situaría en una posición central en el discurso foucaultiano. ¿Por qué es fundamental en Foucault aquello que no nos deja indiferente? Porque en última instancia la última palabra la tiene el lector. Foucault no afirma nada taxativamente, sino que deja que el lector haga uso de la mirada que le sea más fructífera a la hora de leer los textos. Los discursos pueden ser reformulados. Ahora bien, eso no significa que tengamos que hacer hermenéutica, sino que, en la medida de lo posible, siempre debemos remitirnos al texto.

            Este término de la libertad no deja indiferente y esto es porque al prestar oído al texto hay algo que, irremediablemente, nos ha de conmover. No es una cuestión de estar o no de acuerdo con lo que Foucault plantea, sino que lo que nos rompe es el texto mismo. El discurso del archivo es el que desvela la rotura. Rotura histórica y, como consecuencia, rotura de aquel suelo firme en el que creíamos pisar seguros porque era nuestro hogar. Y, a pesar de todo, sigue siendo nuestro hogar, pero después de leer a Foucault nos empezamos a cuestionar lo que parecía incuestionable. Lo obvio se nos presenta como lo absoluto contingente, el mundo se rompe y de sus pedazos surgen nuevas posibilidades. Nos deshacemos del determinismo y nos insertamos en la libertad.

            Foucault habla de los temas más cercanos, temas que nos atañen a todos. Por ese motivo rehúsa hacer una historia de las ideas o de la verdad. No se presenta como poseedor de un saber que confiere el privilegio de decidir qué es lo relevante o qué no lo es, sino que nos invita a hacer una reflexión acerca de algo que nos interesa a todos. Al ser una reflexión individual, no se parte de un saber (que por el mismo hecho de serlo nos sometería a él), sino que se parte de la facticidad de lo escrito.

             El saber siempre implica un poder y el poder siempre opera como economizador de las libertades individuales. El saber en este sentido elimina la libertad. Por eso Foucault sólo presenta los textos. Invita a que sea el lector quien extraiga un saber de ellos; pero no un saber como el de las ciencias, no un saber inequívoco, sino un saber que quizá sirva para orientar la propia existencia. En realidad, un saber que libere, un saber que nos despoje del saber mismo. Foucault se da cuenta de que hay un flujo de influencia recíproca entre el saber y el poder que nos constituye. Somos partícipes de la articulación de esos dos elementos porque estamos instalados en su estructura. Hay unas relaciones de poder que se nutren del saber y, a su vez, ese saber sirve para fortalecer el poder, y en ese juego nos constituimos porque es una red que atraviesa toda nuestra existencia.
 
                La historia no tiene un sentido, el puzzle se puede construir de muy diversas maneras, de lo que se trata es de descifrar cuales son las condiciones de posibilidad que permiten una construcción concreta: la nuestra. Las distintas fases que han conducido a las sociedades disciplinarias actuales pasan por una definición de hombre a través de la psiquiatría, la medicina o las ciencias humanas (saber) y una distribución de los cuerpos llevada a cabo por las instituciones: ejército, colegio, fábrica, cárcel… Ambos elementos ponen de manifiesto el escenario donde se produce la inevitable pérdida de libertad que nos encadena a lo que sabemos, lo que podemos y, en consecuencia, a lo que somos. No se trata de que se nos prive ser lo que somos, sino de que se nos obliga a ser lo que somos.

           Lo que Foucault plantea es que este poder y este saber se fundan en una manera concreta de problematizar las cosas. Además, este poder-saber contribuye a que este modo sea el modo específico en el que en la actualidad los individuos se problematizan a sí mismos. De lo que se trata es de darse cuenta de que la manera de problematizar las cosas es histórica, entendiendo la historia, no como un discurso continuo (historia de la verdad), sino como varios discursos discontinuos pertenecientes a un tipo de problematización concreto en cada caso.

               Foucault realiza una historia de las verdades, una ontología del presente. Si la verdad surge de una manera de problematizar el mundo, la tarea de Foucault consistirá en encontrar el comienzo, el umbral que posibilita un nuevo tipo de conocimiento. Se trata de ver cuáles han sido las condiciones de posibilidad de nuestro presente, y lo más relevante en el hecho del comienzo, es que nos vaticina que también habrá un próximo fin. En este horizonte es donde alcanzaremos la holgura existencial que nos permitirá poder pensar de otro modo.